Las palabras se las lleva el viento. Es cierto que nos ayudan a poner nombre a lo que vivimos, a compartir lo que llevamos en nuestro interior, o a comunicarnos con más o menos éxito,... Pero lo que mejor habla de cada uno de nosotros son nuestros actos, que son los que ofrecen autenticidad a decimos.
Nuestra vida transmite algo con sentido e ilusionante, si nuestras acciones son capaces de trasparentar nuestras opciones. Con quien decidimos estar, nuestros gestos, la manera de dar la clase, nuestras miradas, nuestra forma de relacionarnos, tender una mano o pedir perdón,... todo lo que hacemos habla de nosotros...
Los educadores debiéramos recordarlo más a menudo. Sin decir una sola palabra, nuestros actos pueden estar preñados de evangelio, de buena noticia para nuestros alumnos cada mañana. La gratuidad, la paciencia, la delicadeza, la ternura, la misericordia, la acogida, el servicio, la paz, ... son ese espacio común compartidos, por hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, todos de buen corazón, que saben recordarse cada día que son esos pequeños actos los que marcan la diferencia, haciéndonos buena noticia para quienes comparten con nosotros la jornada.
No debemos ser ingenuos. Conviene también recordarnos que nuestros actos pueden estar hablando de otras cosas bien distintas: de poder, de manipulación, de empequeñecimiento, de privilegios, de dureza, de elitismo, o de envidia,... son tantos actos los que pueden oscurecer una vida... y nadie estamos libres de ellos.
Solo nos queda estar atentos a uno mismo, a nuestras opciones más inspiradoras (en mi caso Jesús de Nazaret), a las consecuencias de las mismas (por nuestros frutos nos conocerán),... y redoblar esfuerzos, intentos, aprendiendo a levantarse una y otra vez de nuestra propia mediocridad, sin escandalizarnos de nosotros mismos. Y todo gracias a Quien sabemos que nos hemos fiado, su amor lo hace posible. Gracias y buena semana.
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